Lo que más deseaba del mundo era volver a ver a Juan. Desde la última vez que
hablamos, hacía unas dos horas, tenía la sensación de que estaba en peligro.
Quizás fue porque me pidió que no volviera aún a casa o su voz temblorosa al
despedirse la que hizo saltar todas las alarmas. Pero notaba que algo raro le
estaba pasando a mi marido.
Poco después de casarnos comencé a darme cuenta de que
sus negocios no eran del todo legales, las reuniones a altas horas de la noche
y su obsesión por la seguridad me hicieron entender lo evidente. Más de una vez
le pedí explicaciones por ello pero la única respuesta que obtuve por su parte
fue silencio. Sin embargo, días atrás, en vista de las últimas amenazas que
había recibido, me habló por encima sobre alguno de los problemas que
tenía y lo peligroso de la situación. Yo, horrorizada ante la gravedad de lo
que estaba pasando, salí corriendo de su lado y tomé el primer tren que me
llevara a casa de mis padres.
Ahora me arrepentía de haber huido en vez de haberme quedado junto
a él. Me pasé toda la tarde en silencio dándole vueltas al problema, intentando
buscar una solución mientras observaba la ciudad por la ventana. Cuando la noche comenzó a caer sentía
la necesidad de volver a oír su voz, anhelaba que me dijera que todo estaba
bien, que me contara que todo estaba resuelto y que ya podía volver a su lado.
Con la esperanza de estas buenas nuevas, volví a llamar a casa. Escuché tono
tras tono hasta que se cortó la llamada sin respuesta.
Seguí intentándolo en varias ocasiones, hasta que los dedos,
temblorosos, no acertaron a marcar los números. Entonces confirmé mis peores
presentimientos, algo le había pasado a Juan y era algo muy grave.
Le pedí el coche a mi padre con la excusa de que iba a visitar a
una amiga, les había contado que Juan estaba de viaje y que no me había
apetecido irme con él. Al fin y al cabo, no quería preocuparles.
Preparé una pequeña maleta porque según les dije iba a pasar la noche en
su casa. Realmente no se muy bien que metí en ella, parecía una autómata cuya
única necesidad era saber lo que estaba pasando. Monté en el coche e
inicié la ruta de regreso a casa mientras rogaba que todo estuviera bien.
Cuando llevaba más o menos la mitad del trayecto empecé a
escuchar un ruido extraño en el motor del coche. Mi ignorancia hizo que no le
hiciera caso pero unos kilómetros después un espeso humo junto a un intenso
olor a plástico quemado me obligó a parar. Era noche cerrada, a mi alrededor
había tanta oscuridad que solo adivinaba ver la sombra de algunos árboles.
Esperé durante una hora a que alguien pasara por la carretera y me auxiliara,
pero claro, a las 2 de la mañana y en pleno monte nadie apareció. La infinita
espera solo hizo que mis nervios aumentaran. Decidida en mi propósito de llegar
a casa, empuñé la linterna, me armé de un leño que había junto a la calzada,
recogí mi larga melena en un sombrero y me abroché todo lo que pude la
chaqueta. La noche avanzaba y con ella el frío se empezaba a notar. Con pasos
ligeros empecé a recorrer un camino en el cual no pasaban ni
tres minutos sin que me girara a comprobar que nadie me seguía. Tenía la
sensación de que alguien me estaba acechando por lo que mis ojos escrutaban la
oscuridad esperando encontrarlo.
No sé cuánto tiempo tardé en llegar pero sí recuerdo el alivio que
sentí al entrar en el pueblo más cercano. Aunque sus calles
estaban vacías, sentí que la luz me protegió y mi corazón, que en esos
momentos latía frenéticamente, se calmó al encontrar una cabina. Desde
allí, llamé por teléfono a una empresa de taxis y, aunque no querían mandarme a
nadie, después de explicarle mi situación accedieron a recogerme en la puerta
de la casa consistorial. Nada más colgar el teléfono, volví a marcar el número
de mi casa por enésima vez con la esperanza de que Juan contestara
pero no hubo suerte ¿Por qué no contestaba? ¿Lo habrían asesinado? ¿O se habría
suicidado? La imagen de encontrarlo sobre la mesa de su despacho con un tiro en
la cabeza me atormentaba continuamente.
El sonido de un coche me sacó de mis pensamientos. Era el
taxi que estaba esperando, con alivio monté rápidamente en él y, prácticamente
sin dar las buenas noches, le indiqué la dirección a la que quería ir.
En cuanto llegué al portal, crucé el patio y subí los peldaños de
la escalera de dos en dos. Al llegar a la puerta de mi casa mi determinación se
esfumó, los pies se pegaron al suelo y mis manos se negaban a abrir la puerta.
El miedo a descubrir la verdad era tan grande que me entraban ganas de volver a
salir huyendo.
Después de mirar el suficiente tiempo la puerta como para saber
que no se abriría por si sola, me armé de valor para abrirla.
El espectáculo que vi hizo que se confirmaran mis peores
temores. Estaba todo revuelto, las cortinas rasgadas, los cojines de los sofás
destripados y todo regado con una infinidad de papeles. Mientras miraba a mi
alrededor encontré mi propio reflejo en el gran espejo del salón. La imagen que
me devolvía era la de un ser pálido y tembloroso. No quedaba ni rastro de mi
belleza, ni de mi lozanía. Mientras estudiaba aquella imagen mis ojos se
llenaron de desconsuelo ¿qué demonios había pasado? Antes de que pudiera
llegar al despacho sus brazos me rodearon por las espalda. En ese momento fui
consciente de que estaba conteniendo la respiración desde que entré en el piso
y que junto a su abrazo había recuperado mi alma.
Me encanta lupe!!!!
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