Empezaba a pensar que el tres era un número
maldito para mí. Todo lo que me acontecía en ese momento iba ligado a esa
cifra, la misma que hasta entonces creí que me traía buena fortuna.
Tres eran los problemas que ocupaban mi mente.
El primero de ellos era el hundimiento de los precios en el mercado
internacional, el segundo la fortuna que estaba perdiendo a causa de este
desplome y el tercero, no por ello menos importante, que no la encontraba por
ningún lado. Pensando en ella miré mi reloj de bolsillo con la esperanza de que
marcara cerca del mediodía. Más o menos a esa hora nos encontramos por primera
vez, desde entonces volvía todas las mañanas a aquella cafetería con la
confianza de volverla a ver.
Casi sin darme cuenta, me marqué una rutina,
cada mañana antes de que el reloj marcara la hora salía de mi despacho
dirección a la plaza mayor, donde me sentaba en una mesa a tomar un café que
acompañaba con algunos cigarrillos. Luego cansado de ver espejismos, ya que
ninguna de las muchachas que veía era ella, volvía a mi despacho sin ánimo para
comer.
Aquella mañana no iba a ser una excepción por
lo que a las once menos cinco inicié mi recorrido con la fe de volverla ver.
Sin embargo, una vez acomodado en la mesa, que solía frecuentar desde hacía más
o menos tres semanas, no pude evitar pensar que mi suerte comenzaba a ser tan
negra como el café que estaba removiendo.
Entonces apareció se sentó con su amiga, la
misma que me pidió fuego cuando nos encontramos, conversando tranquilamente.
Eclipsado por su presencia reparé en todos los detalles que contenía su figura.
Me deleité en los reflejos que el sol posaba en las ondas de su pelo, en el
rubor de sus mejillas y en el delicado color de sus labios, mucho más acorde
con su edad. Se la veía relajada y fresca, regalando sonrisas a su compañera mientras conversaban.
Seducido por aquel ángel, sentí la necesidad de
presentarme ante ella para preguntar todo lo que en aquellos días me había
planteado pero entonces sus ojos se toparon con los míos. Su mirada se tornó
fría y dura haciendo aparecer aquella mueca de disgusto que tanto me chocó la
primera vez que la vi.
Sin duda, mi presencia le molestaba pero a mí
su despreció me hacía querer saber más. Llamé al camarero y le pedí, previo
pago de una buena propina, que averiguara todo lo que pudiera sobre aquella
preciosa mujer. Inmediatamente le pagué el café que había tomado y marché de
vuelta al despacho complacido por haberla vuelto a ver. Estaba claro que esto
era un reto y, por supuesto, tenía que intentarlo.
No hay nada como un reto para buscar lo que queremos con más ahínco. Sigo leyendo.
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