Cuando
perdí de vista el coche volví a mi casa desconcertado. No sabía muy bien si
reír como un loco por la invitación de aquella mujer o gritar de rabia y
desconsuelo por ser consciente de su compromiso.
Sin
ganas de cenar, ordené que nadie me molestara antes de entrar en mi despacho.
Me serví una copa de brandy y encendí un cigarro, por aquella época suponía que
era lo mejor para templar los nervios, pero la verdad, es que de poco me
sirvió. Medité mirando mi copa durante un buen rato. Intenté distraerme,
intenté pensar en mi negocio, en cómo arreglar la pérdida económica que estaba
sufriendo, pero nada de esto sirvió. A mi mente venía una y otra vez ella ¿de
verdad estaba interesada en mí? ¿Debía contárselo a mi tía? ¿Debía pedirle
consejo?
«Por dios, Luís, que eres todo un hombre ¡Compórtate!» Me
regañe. Estaba claro que nunca me había visto en una situación como la que
estaba viviendo. De normal, no me interesaban las mujeres más que para pasar un
rato en buena compañía. Y siendo sincero, para eso estaban las profesionales.
Sin embargo, desde el primer día que la vi, todo fue diferente. Ella y su
desacuerdo rompieron mi monotonía despertando en mí la curiosidad. Desde aquel
momento quise saber más, me moría por arrancarle una carcajada, por ver un
brillo especial en sus ojos y por escucharle hablar dejando de lado la ironía.
Era cierto, que lo había descubierto hasta el
momento era desalentador pero ella me había brindado la oportunidad de
conocerla ¿Por qué lo iba a desperdiciar? ¿Por un compromiso del que estaba
huyendo? No tenía lógica que lo hiciera, sería un cobarde si no lo aprovechaba.
Al día siguiente sobre las cinco de la tarde me
acerqué a dar un paseo por el Retiro, esperaba encontrar a la responsable de mi
desconcierto. Me había pasado la noche prácticamente en vela, dándome ánimos y
razones por las que me merecía la pena intentarlo. Esto se tradujo en un
desagradable dolor de cabeza que se empeñaba en acompañarme durante el día.
Llegué al banco donde la encontré el día anterior
leyendo, estaba vacío. Desanimado di una vuelta por los alrededores sin éxito.
Nada, no estaba.
− ¡Seré estúpido! No sé en que estaba pensando−farfullé enfadado mientras le daba una patada al banco.
− ¿Estúpido? Puede, pero no creo que más que cualquier otro hombre−escuché que decían detrás de mí. No había duda de que era ella, de que
me había pillado haciendo el imbécil y de que se estaba riendo, para variar, de
mí.
Me coloqué las manos sobre la cintura y miré al
cielo ¿por qué no me podía comportar como un ser normal? ¿Tan difícil era?
Sopesé salir corriendo de aquel lugar, pero se suponía que era un caballero, ¿o
no? Sí, sí lo era y me tenía que comportar como tal, por muy nervioso que
estuviera.
Al girarme me enfrenté con su inmutable gesto,
estaba sería y me miraba con ojos penetrantes que reflejaban su rabia. Me
observó durante unos segundos antes de que sus firmes labios se decidieran a
hablar.
− ¿Ha dejado ya de discutir consigo mismo o va a seguir otro rato?
− ¿Quién yo? No, para nada−dije intentando sonreír− disculpe mi poca educación.
Aceptó mi disculpa, y el resto de la tarde se
pasó volando. Paseamos por el parque mientras hablábamos de cosas sin
importancia. Me asombró lo informada que estaba, conocía a la perfección los
problemas que estaban azotando a la sociedad y, se podría decir, que incluso
tenía una opinión al respecto. Al despedirnos, más relajado, le pedí volver a
vernos. Nos citamos para ese mismo viernes a la misma hora.
Pasaron los días y después de aquellas citas
vinieron muchas más. En cada tarde que pasábamos juntos, nos reíamos, lo
pasábamos realmente bien. Nos contamos nuestra infancia, incluso hablé con ella
sobre la muerte de mis padres.
El tiempo pasaba y yo esperaba cada encuentro con la ilusión
que espera un niño la noche de reyes, pero no me atreví a ir más allá de una
amistad. Ella, a propósito, evitó hablar de su compromiso. Quizás lo hiciera
por miedo a no volverme a ver, o eso quería pensar.
Una soleada tarde de primavera mientras estaba esperando a
que llegara, la verdad es que no solía ser puntual, su chófer se acercó y me
entregó una nota. Extrañado pensé que le habría surgido algún imprevisto pero
al leerla me quedé congelado.
«Querido Luís,
Siento despedirme de esta manera
pero creo que será mejor que no volvamos a vernos. Por favor, no me guardes
rencor, no podría soportarlo.
Un abrazo. Cuídate.
Gala »
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